viernes, 1 de febrero de 2008

Que fué de Ginebra?

Coge su caballo majestuoso, sus crines negras navegan al viento mientras las lágrimas recorren a la amazona mientras cabalga, no mira atrás, solo cabalga y llora. Se lamenta por su ingrata recompensa, sus atalayas han sido destruidas, invoca a los dioses, les suplica por el tiempo pasado, pero sigue sin mirar atrás. Sus vígias la siguen de cerca, pero Ginebra consigue desviarles, rebuja su huida, y se esconde tras su tristeza abrazada a un saúce que como ella no deja de lastimear.
Trás enviar a su caballo de nuevo a palacio, tan solo con su montura, se cubre con su capa, roja como la pasión perdida, y camina por el tenebroso bosque, el páramo al que llega se ilumina con la diosa de la noche, y allí espera a que amanezca, apoyada sobre aquella roca. Mira a su alrededor, Lanzarote se ha marchado, ya nunca ira a buscarla. Ha perdido su reino, su corona, su majestad, ahora ya no es nadie, solo la fulana de un rey al que nunca amó y amor de un caballero que por amarla pereció.
El caballero pereció en la busqueda del camino al paraiso, su amada, su tierna y dulce amada, ya presa de otro hombre, de su rey, de aquel que le alimentaba y cobijaba, aquel al que traicionó, probando la miel del manjar más prohibido del reino, de su reina Ginebra...
Ginebra mira los alcores del amanecer, derrama sus ultimas lágrimas, Arturo ha muerto, y su caballero ha huido, nada la retiene en Camelot. Inspira profundamente una vez más, se impregna del sol, del verde y del cantar de un ruiseñor, un canto lánguido, perseguido de oscuridad, presajiando un nuevo destino.
El viento acaricia su rostro, pálido, y carcomido por el dolor, hace que su capa ondee en un adiós a un mundo descolorido, apagado e irreverente. Los hierbajos se resecan bajo sus pies descalzos, se desprende de sus joyas, de sus ropajes ya pesados por la carga de un reinado que nunca deseó, abandona allí a su reina, siempre impetuosa y libre, y ahora esclava de un hado cercado por la desgracia. Claudica por último a su amor, al energico sentimiento que llenaba de luz sus noches y sus mañanas, arrincona su corazón junto a las piedras frente al saúce, y allí entierra su alma.
Los vigías han llegado, han encontrado a la reina proscrita, y la llevan camino de su calvario. En el convento la miran de soslayo, saben quien es ella, porque ha de cumplir ahí su condena. La visten, la obligan, la castigan con sus solos pensamientos, y así día tras día, año tras año, y su caballero no la rescata. Los acólitos de su señor la vigilan una noche, y otra más, le protejerán más allá de la muerte, así lo han jurado en la mesa redonda. Ella los mira temerosa, através de sus barrotes, en su celda mientras reza, pero su caballero no la rescata. Una noche su alma se escapa, por su boca sale sin remedio ni vuelta, ve a su alrededor la soledad que durante tantos años la ha acompañado, su amiga más leal, y mientras se despide de su reina, esa que yace en un lecho sobrio y desangelado, ve a su caballero llegar, Lanzarote viene a rescatarla, envejecido y desolado, pero siempre enamorado. Su reina marcha junto a Lanzarote, quiere darle sepultura, donde pueda llorarla cada día, donde pueda amarla hasta el fin de sus días, donde pueda resarcirse de aquella huída, una huída que quiso savarla de una muerte segura y sin embargo la mató en vida.

1 comentario:

  1. Ginebra es uno de los personajes femeninos más fascinantes y enigmáticos de la historia y para mí, que te conocí bajo esa apariencia, es muy iluionante leer hoy este bello relato sobre ella.
    Como toda gran mujer, Ginebra vivió su vida entregada a una pasión, a un amor que la salvó, pero al mismo tiempo la condenó.
    Su corazón jamás perteneció incondicionalmente al Rey Arturo, sino que su dueño fue el mítico Lanzarote del Lago.
    Así que Ginebra fue arrastrada por el viento del destino, por querer a un hombre y amar a otro y en esa terrible encrucijada, fue consumiendo la vela de sus días.
    Su leyenda es ya inmortal, así como la del resto de personajes con los que convivió, hombres y mujeres llenos de honor, de lealtad, de buenas virtudes; pero también hombres y mujeres con sus miserias.
    Al fin y al cabo, fueron gentes como nosotros, imperfectas y que les tocó vivir en una época mucho más dura y difícil que la que ahora nosotros disfrutamos.
    Pero algo compartimos y ese algo es el sentimiento, así que mi querida Mónica, a ti que te gusta introducirte en la piel de la Reina Ginebra, te deseo una mayor suerte que la que ella tuvo, para que tu destino no sea el destierro, sino una vida llena de amor verdadero.
    Tu campeón velará por ti y te protegerá, para que dicha esperanza se cumpla.
    Mucho ánimo y gracias por deleitarme con tan bello relato.

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